Por. José Félix Lafaurie Rivera @jflafaurie
La figura de “las vacas flacas”, muy ganadera, por cierto, es una enseñanza de prudencia. No hay país que no se impacte con las crisis o las destorcidas de precios de los commodities, con el petróleo a la cabeza. Colombia se vio afectada con la crisis financiera mundial de 2009, pero la enfrentó mejor que sus vecinos, aunque no ha sabido aprovechar las fases de expansión, no tanto para acumular reservas, sino para mejorar la distribución del ingreso, tener mejor dotación de bienes públicos y aumentar su competitividad.
Hoy hay nubarrones que generan incertidumbre sobre una nueva tendencia recesiva en el ciclo económico. Por las razones que sean, políticas o económicas, lo cierto es que la caída del precio del petróleo –US$40 en 5 meses– acaba con las cuentas alegres de países como Colombia, con fuerte dependencia de las rentas petroleras, pues ellas atienden el 21% de los ingresos del Gobierno.
Hay que levantar más ingresos para cubrir primero los 12,5 billones, y empezar a tasar el impacto de menores rentas petroleras y las necesidades de gasto del posconflicto. El problema es cómo hacerlo, afectando temporalmente los mayores ingresos de las empresas (la renta y el CREE), como propuso el Consejo Gremial Nacional, es decir, las utilidades del quehacer económico exitoso, que hoy, inclusive, está volando a otros destinos, o castigando el patrimonio, que es ahorro acumulado durante varios periodos o generaciones inclusive.
El Gobierno le echó mano a lo fácil. A pesar de su propia convicción sobre el carácter antitécnico del indestronable 4 x mil, y a pesar de la presión del sector financiero, lo seguiremos sufriendo y tendremos también cuatro años más de impuesto ¿a la riqueza?
El impuesto a la riqueza, que así llaman ahora para venderlo mejor, no es afectado por los ciclos de la economía, pues grava la misma base, independientemente de si hay crecimiento o recesión. Se generen o no ganancias con los activos, es preciso tributar, lo que le da un carácter confiscatorio. Paradójicamente, las inmensas riquezas de hoy, basadas en la tecnología, se generan con patrimonios relativamente bajos.
Con ingresos públicos a la baja, la política fiscal debería estimular al sector privado a generar empleo e inversión. Contradictoriamente, la propuesta tributaria poco contribuye a mantener la senda de crecimiento, pues el nivel de tributación resulta exagerado. Con solo impuestos y sobretasas a las utilidades alcanzaría una tasa de 43% para 2018, la más alta de América Latina. Con industria y comercio, impuestos a la propiedad y contribuciones parafiscales a la seguridad social la tasa es la sexta más alta del mundo.
Al parecer los gobiernos no acaban de entender que esta ya no es una economía cerrada, en la que se pueden transferir al consumidor las cargas impositivas sin consecuencias. Hoy se requiere es competitividad, pues, de lo contrario, resulta más rentable importar todo y trasladar el capital a países con mayor seguridad jurídica y menores tasas impositivas.
No es extraño que veamos a nuestras grandes empresas creciendo fuera del país y a la inversión extranjera haciendo maletas. El sector rural, con décadas de abandono deberá pagar 1,7 billones por impuesto a la riqueza, pero aún están lejos las ofrecidas inversiones para una recuperación que le permita sacar la cabeza y, luego sí, aportar al fisco.
Lo grave es que si el precio del petróleo no se recupera, vendrán nuevas reformas tributarias que amenazan el crecimiento sostenido que se anunciaba y que, por lo tanto, pueden dar al traste con las esperanzas que el país ha puesto en el posconflicto y en el anhelo de paz.