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Nueva Venecia: 15 años después los recuerdos de la masacre permanecen

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Nueva VeneciaPor: Luis Oñate Gámez

En Nueva Venecia el sol sigue siendo tan ardiente y el ambiente tan lúgubre como en aquella mañana del 22 de noviembre del año 2000. Ese día, en compañía de los periodistas Gabriel Padilla, Ramón Vásquez y Oscar Mejía y del lanchero Juancho Lobelo,

fuimos de los primeros en llegar a este pueblo palafito luego del genocidio cometido por un grupo paramilitar que desde la noche anterior, se había tomado a sangre y fuego la Ciénaga Grande.

Éste ha sido quizás el hecho más impactante y macabro que me ha tocado cubrir en casi 30 años de periodismo. La noticia se supo desde bien temprano porque en medio de la oscuridad varios de los que lograron salir con vida dieron aviso a familiares y amigos en Tasajera. Antes que el sol despuntara ya estábamos a orillas de la Ciénaga buscando en qué transportarnos hasta Nueva Venecia porque ningún lanchero se atrevía a salir. Solo Juancho Lobelo, un nativo dicharachero y osado, decidió hacernos el viaje. Tal vez movido también porque en El Morro, otra población palafito adyacente, un hijo menor suyo estaba de vacaciones y no tenía noticias de él.

Partimos con la bendición de familiares de las víctimas, pescadores y de otros lancheros. Cuando íbamos por la mitad del camino nos topamos con una lancha llena de niños y mujeres que iba de los pueblos palafitos hacia Tasajera. Nos pidieron en forma de súplica que nos regresáramos porque los paramilitares todavía estaban en la zona ya que entre los manglares aún retumbaban las ráfagas de metralla. Aunque hubo un poco de miedo, a pesar de lo impactante de la noticia en todo el tiempo de espera y en el trayecto no habíamos visto a autoridad alguna, decidimos continuar el viaje.

 

Entramos por la calle-canal principal y todo era silencio. En las afuera de la segunda casa del poblado divisamos la primera secuela de aquella incursión demencial. Sobre la troja que hacía las veces de terraza y arropada con una sábana blanca se hallaba una de las víctimas, a la izquierda, descuajado en la ventana de una vivienda cercana, estaba otro cuerpo sin vida, tenía la cabeza destrozada por una bala de fusil. Unos pocos metros más adelante, cuando apagamos el motor de la lancha y comenzamos a avanzar apoyados por una garrocha, empezamos a escuchar llantos, requiebros y lamentos.

En el lado occidental de la plaza de la iglesia se hallaban los cuerpos sin vida de unos doce nativos; eran pescadores, tenderos y el propietario del billar. Allí en ese sitio los paramilitares reunieron a la mayoría de los hombres y los comenzaron a fusilar sin importar el llanto, las suplicas y ruegos de las víctimas y de sus familiares. A varios los mataron de rodillas pidiendo clemencia.

Daniel, un joven pescador a quien le mataron al papá y a un hermano, nos narró esa mañana que uno de los paramilitares que ingresó a su casa y los sacó a la fuerza, en medio de la oscuridad, le pidió que se trepara a un árbol de coco para que le tumbara unos frutos y otro paramilitar le dijo que no lo fuera a matar. “La intención era dispararme cuando estuviera allá arriba, pero como que se arrepintieron y me dijeron que me alejara”. Daniel, ancianos, mujeres y niños vieron como asesinaron a sus familiares, amigos y vecinos.

El macabro recorrido de los paramilitares comenzó desde la noche del 21 de noviembre cuando unos 60 hombres al mando de alias Andrés, jefe de la compañía “Walter Úsuga”, ingresaron en cinco lanchas rápidas por el caño Clarín. Esa misma noche, en el kilómetro 13 dieron muerte a 11 pescadores y a otros 5 los convirtieron en rehenes para que les sirvieran de guías por entre los caños y manglares. Antes de las dos de la madrugada llegaron a Nueva Venecia donde se dividieron en grupos; mientras unos sacaban a los hombres de sus casas y los reunían en la plaza de la iglesia para asesinarlos, otros saqueaban las tiendas y el escaso comercio.

El grupo armado se marchó pasadas las cuatro de la mañana y en su retirada seguían disparando a todo lo que se movía en medio de los manglares. “Nos disparaban como si fuéramos patos. Yo vi caer a varios de mis compañeros con los que la noche anterior había salido a pescar. Me salvé a pesar de que las balas atravesaron la canoa”. Comentó varios días después un pescador que llegó a Santa Marta desplazado con su familia.

Datos no oficiales dan cuenta que fueron más de 60 las personas asesinadas por los paramilitares en la incursión de la Ciénaga Grande. A buena parte de los cuerpos no les practicaron la necropsia, sus familiares se los llevaron y en medio del sigilo generado por el miedo los sepultaron en tierra firme, otros nunca aparecieron y ninguna autoridad se tomó el trabajo de buscarlos entre los mangles y los caños en donde fueron acribillados.   

El pueblo fue abandonado casi en su totalidad, los pocos que se quedaron lo hicieron porque les daba más miedo la aventura del desplazamiento y la miser
ia que una nueva incursión paramilitar.  Cuando regresábamos de cubrir la noticia vimos como decenas de lanchas repletas de gente salían de los pueblos palafitos. Sus habitantes huían despavoridos, muchos de ellos sin rumbo fijo, llevando únicamente la ropa que tenían puesta.

Y como en aquella mañana del 22 de noviembre del año 2000 hoy en Nueva Venecia el astro rey no sólo sigue siendo incandescente, el dolor latente y el panorama sombrío, sino que ahora a su habitantes los acosa la hambruna.  El gobierno únicamente les ha dado migajas, como si fuesen limosneros. A los que han logrado regresar les ha tocado comenzar de cero y con las uñas han tratado de reconstruir sus casas y el tejido social que desmigajó la violencia. Los peces siguen escaseando y el agua de la Ciénaga continúa salinizándose, mientras miles de millones de pesos se esfumaron en contrataciones amañadas de obras que poco aportan al mejoramiento del espejo lagunar o en alternativas laborales para los nativos.

Hasta ahora la justicia solo ha condenado a dos o tres de los jefes paramilitares como autores materiales del hecho, pero de los autores intelectuales nada se sabe y los familiares de las víctimas y el país siguen sin conocer la verdad. Las reparaciones no han pasado del papel, ni siquiera se ha escuchado el arrepentimiento por las fallas “permisivas” del Estado. A Nueva Venecia no ha llegado nadie de las altas esferas del gobierno a ofrecer disculpas, solo lo hizo a regañadientes un oficial de la policía con los familiares de una de las víctimas porque así lo exigió un fallo judicial. 

Para los defensores de derechos humanos, nacionales y extranjeros, la de la Ciénaga Grande ha sido una de las perores masacres en la historia del país pero el Estado y sus altas esferas le restaron importancia, según los mismos defensores. Pocos días después de la barbarie llegó a Colombia Mary Robinson, para entonces alta comisionada para los derechos humanos de la ONU, y se quedó perpleja porque el presidente y sus ministros no estuvieron siquiera en el sepelio de los pescadores. Muchos de los habitantes de estos pueblos lacustres y palafitos que huyeron después de la masacre fueron absorbidos por los cordones de miseria de Pueblo Viejo y otras ciudades del Caribe.

 

 

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