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¿Quiénes ponen… para la paz?

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Jose Felix Lafaurie RiveraLos resultados de las encuestas realizadas en las últimas semanas por Invamer Gallup o Ipsos-Napoleón Franco, revelan la otra cara que se oculta tras la euforia por los diálogos de paz con las FARC. Si bien la mayoría de los grandes empresarios acepta los acercamientos, otro es el ánimo cuando se consulta por sus costos y su verdadera disposición al sacrificio, contante y sonante, por la paz. Todos quieren, pero el “sí” es condicional y a diferencia del sector rural –el único que quedó obligatoriamente embarcado en la negociación– ningún otro parece querer ponerle el pecho a esta delicada encrucijada. 

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El 65% de los grandes empresarios no está dispuesto a poner un peso en nuevos impuestos para financiar el acuerdo. La mayoría (49%) no incorporaría exguerrilleros en sus nóminas y más de la mitad vislumbra una altísima probabilidad de fracaso en los diálogos. El 52% ni siquiera “cree en la voluntad de paz de las FARC” y sabe que utilizan esta vía para “fortalecerse militarmente”. Pero, eso sí, les parece bien (76%) negociar una “reforma agraria” con la guerrilla. Es un “compromiso” de “dientes para afuera” y siempre y cuando sus intereses –el modelo económico o la inversión extranjera– estén a salvo. El precio lo paga otro: la ruralidad.


Se trata, sin duda, de un estrabismo que les impide ver hacia su propio patio, o tal vez, una manifestación de su clásica actitud de “lavarse las manos”. Mientras tanto, cantos de sirena hablan de un crecimiento de 2 puntos en el PIB, cuando sabemos que sólo lo veremos 20 años después. No entiendo cómo es posible que el empresariado citadino, que nunca ha padecido de frente los efectos de la guerra, en términos de pobreza, abandono, sangre y fuego termine por decidir el futuro del campo, mientras éste es relegado a convidado de piedra.
La paz “negociada” –tan aplaudida en las urbes– no puede hacerse en el aire. Su precio, siendo optimistas, podría alcanzar los $500 billones en los próximos 20 años, según cálculos de Mindefensa, para mantener activa la Fuerza Pública –que bajo ninguna circunstancia puede dejar de operar– y acometer las reformas inclusivas que exigirá la guerrilla. También está de por medio la desmovilización –150.000 hombres y niños entre combatientes, milicianos y raspachines–, para transformar zonas de cultivos ilícitos, limpiar campos minados y hasta para sufragar la entrada en política de los guerrilleros.


Son parte de los sapos que tendremos que tragar –para no mencionar los de Justicia Transicional– y que pretenden desconocer los sectores estusiastas y la comunidad internacional. Entonces, ¿A qué se referían algunos analistas cuando afirmaban que el país estaba listo para negociar? ¿Está dispuesto el gran empresariado a girarle un cheque en blanco al gobierno, a cambio de transitar por una senda de obligaciones también para ellos y no sólo para el campo? O ¿Acaso ya sopesaron el costo que va a pagar la ruralidad, en términos de mayor inestabilidad social y económica, por cuenta de la reforma agraria expropiatoria, que es el verdadero interés de las FARC?

No se trata de hacer oposición al gobierno, sino que desde el campo se pueda ejercer el derecho a “la voz”, a una veeduría racional, democrática y responsable, por ser el único sector “empeñado” en la agenda que se pactó. Es parte de sincerar el debate y de tomarle el pulso al “compromiso por la paz” de todo el país. El campo exige responsabilidades de parte y parte, identificar ¿A quiénes y qué vamos a sacrificar? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar como sociedad? y ¿Cuál será el costo y el aporte de los sectores urbanos? Los mismos que hoy miran las negociaciones con un doble rasero: sin compromisos para ellos, pero muy laxo en concesiones desde la ruralidad. El campo no puede ser el único sacrificado.

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