Por: José Félix Lafaurie Rivera @jflafaurie
El país está confundido. Negociar con el terrorismo no trae la paz. Distintos sectores de opinión, mal o bienintencionados, piensan que el “mal menor” de negociar la Ley para ponerle fin al conflicto a través de diálogo, es mejor que hacer cumplir los principios de nuestro Estado Derecho. Es decir, abandonar la Ley como principio general del ciudadano ante el Estado. Por esta vía peligrosa, retornamos a la permisividad del delito para unos pocos, que aprenden que trasgredir la Ley no genera consecuencias. Ahí está la raíz de nuestros males y la esencia de la dinámica criminal del país, que empeoró con la decisión del gobierno de dialogar con terroristas y abandonar la “Seguridad Democrática”. Política que demostró las bondades de mantener con firmeza los preceptos de la legalidad.
No se puede negar la reducción en todos los indicadores de violencia al término de la administración del Presidente Uribe. No sólo menguaron los crímenes asociados con el conflicto y el accionar de las guerrillas, sino también los de “inseguridad ciudadana”. Los homicidios cayeron 47%, los secuestros disminuyeron 90%, los actos terroristas 71%, el hurto y la extorsión más del 30%. Fue una carrera para superar la debilidad estructural del Estado de Derecho, que nos condenaba con mayor intensidad a ser víctimas de los delincuentes. Alcanzamos un buen escenario de paz, seguridad y respeto por los derechos humanos, que reactivaron la producción, la inversión extranjera y la economía en general.
En contra partida, en los últimos 3 años desandamos la ruta para combatir la criminalidad pero, además, nos sentamos nuevamente a manteles con los terroristas. Volvimos al camino de negociar el Estado de Derecho. Aunque se evoquen sus beneficios, se encubre una desoladora realidad: la Ley no se respeta y el fin justifica la violencia y el crimen, sin castigo. Por esta vía se negocian indultos a cambio de una precaria paz.
Al paso, la guerrilla volvió a instalarse en 50 municipios donde había sido desterrada. Los hostigamientos se triplicaron en comparación con 2008. Los retenes ilegales crecieron 151% –el más alto en los últimos 5 años y el triple de 2008–. La extorsión aumentó 26%, el secuestro total 8% y, de éste, el simple se disparó un 67%, casi el doble que al cierre del gobierno Uribe. El narcotráfico y las BACRIM están desbordadas y los indicadores de inseguridad ciudadana –atracos, robos, delitos sexuales– rompieron las barreras, así como la violencia intrafamiliar.
Esto obliga a preguntarnos: ¿Qué paz queremos? ¿Podemos alcanzarla por la vía de los diálogos y la fractura de la legalidad? Si la definimos por su contrario, ausencia de violencia, nos enfrentamos a una tautología. La violencia guerrillera no representa más del 10% del crimen que se registra en el país. Detrás de la inmensa mayoría de los delitos se esconden pandillas, apartamenteros, sicarios, traficantes, falsificadores o psicópatas. En otras palabras, el mal llamado “delito político” no pesa tanto como las venganzas personales, la intolerancia o el vandalismo. Pero, además, está demostrado que en el posconflicto aumenta la violencia y, como si fuera poco, cuando hay señales equívocas sobre el respeto a la Ley, la criminalidad y el narcotráfico no mueren con sus auspiciadores.
Ahora bien, si definimos la paz por sus principios básicos: preservar para el Estado el monopolio de las armas y mantener el “gobierno de las leyes”, sabemos que el desarrollo, el respeto y reconocimiento de los derechos y libertades individuales se dan como resultado inevitable. La democracia se fortalece derrotando el terrorismo y nunca negociando con él. Después de 30 años fallidos de haber creído que a través del diálogo y negociando la Ley se conseguiría la paz, tenemos la certeza de que la política de Seguridad Democrática es la única opción que tiene la sociedad para fortalecer el Estado y avanzar en el camino de la civilidad.