Por: José Félix Lafaurie Rivera.
Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN @jflafaurie
No se hizo esperar la reacción del jefe negociador de las FARC, Iván Márquez, acusándome de ser “aliado de paramilitares y de disparar contra el foro agrario”, para poner a los ganaderos como enemigos de la paz. Reitero: los ganaderos no somos enemigos de la paz, porque hemos sido las principales víctimas de la guerra. No obstante, nos negamos a exponer el futuro de la ruralidad al escrutinio de su principal victimario, pese al duro ataque mediático que desconoce nuestro derecho al disenso. No encubriremos el verdadero propósito de las FARC de legitimar, con la “participación de la sociedad civil”, su modelo de desarrollo para imponérselo “por contrato” al país rural. No aceptamos la pérdida de memoria sobre nuestro pasado de violencia y no seremos co-artífices de la ruina del campo.
Nuestro desacuerdo fundamental, se centra en que el desarrollo rural y la propiedad rústica no pueden ni deben ser negociados con las FARC, quienes durante más de medio siglo han destruido el campo, al abrigo de la ausencia del Estado y la indiferencia de la sociedad. Esa misma que ahora cree que, para acabar con la violencia narcoterrorista, lo más fácil es entregar como moneda de pago, la suerte de 12 millones de colombianos. El sarcasmo, incluso el proveniente del gabinete ministerial, no va a banalizar 50 años de victimización de los ganaderos, ni la perversa tendencia a estigmatizarnos de “paramilitares” o “terratenientes”, por poseer legítimamente la tierra.
Para Fedegán el foro fue un escenario más de señalamientos. No podíamos esperar menos. Estamos acostumbrados a que la izquierda, democrática o en armas, en los centros de consultoría o en las ONG, aprovechen este tipo de eventos masivos. Esta no fue la excepción. Al final, en la plenaria, prácticamente se asfixió el susurro de los empresarios, que como era entendible, poco intervinieron en el caldeado ambiente de las mesas de discusión y sus recomendaciones por poco se excluyen de la larga lista de peticiones.
El hecho es que, con o sin nuestra presencia, con o sin este foro, existe un consenso sobre la urgencia de superar las precariedades de la ruralidad. Esas que desde hace décadas hemos señalado los productores. Las mismas que el Gobierno y el Congreso no desconocen y que pasan por cambiar el modelo de desarrollo, para llevar a la ruralidad vías, escuelas, salud, crédito, vivienda, justicia, asistencia técnica e insumos. Diagnóstico que compartimos académicos, izquierda y derecha, pequeños, medianos, grandes empresarios y campesinos sin tierra. Entonces ¿por qué desde la legalidad, teníamos que legitimar a nuestros verdugos?
Ahora bien, el campo exige una transformación que deben ayudar a construir los nuevos inversionistas nacionales o extranjeros −los que están comprando la Orinoquia a los ganaderos quebrados− que llegan con músculo financiero. Es parte de reconocer que la problemática va más allá de la reforma agraria que está instigando las FARC, pero que tanto caló en el inconsciente colectivo, al decir de los resultados del foro, donde se habló de quitarle la propiedad legítima a unos para darla otros; o en términos de León Valencia: “El país no puede perder la oportunidad que se abrió en La Habana para discutir una estrategia de choque que nos lleve a una redistribución de la tierra; y ahí, o se pacta con los grandes terratenientes o se les doblega, no hay otra alternativa”.
Pero no fue esa la iniciativa menos peligrosa. Las extensas relatorías −que confirmaron nuestra advertencia de un registro interminable de ideas, cuya utilidad cuestionamos− sumaron otros sabores amargos. Se planteó desmilitarizar el campo y reformar las Fuerzas Armadas para quitarles dientes, cuando la ruralidad ha vuelto a sentir el látigo de la violencia, desmontar las zonas de reserva forestal, espantar la inversión extranjera, frenar la locomotora minero-energética, erradicar los monocultivos −azucareros, palmeros o bananeros− y hasta detener la globalización. Por supuesto, el foco fue acabar con el latifundio y la “gran propiedad”, cuando nuestras explotaciones no son más que minifundios al lado de nuestra competencia.
Ahora el Estado, como una de las altas partes contratantes, tiene la palabra y deberá prepararse y decidir a qué se compromete. A fin de cuentas, se le entregó a la guerrilla un “insumo” para decir que la “voz del pueblo” se hizo escuchar y, a partir de esa falacia, que nadie se ha encargado de sopesar racionalmente, podría abrirse un futuro azaroso para la ruralidad, que no cohonestamos los ganaderos. Estamos en manos del gobierno.