Por: Jesús Morales Pérez: escritor pivijayero
Don Yanco era un viejo sabio de cejas espesas y barriga de tambor alegre, con una guayabera que tenía más historia que el pueblo mismo. Una mañana calurosa, como todas en San Carlos, decidió contratar a un chofer para hacer un viaje urgente a la capital de la región Caribe: El Encanto.
—¡Nene, prepárate que vamos volando pal Encanto! —le dijo al muchacho que apenas sabía en qué palo estaba trepado.
El chofer, un pelao flaco con más sueños que gasolina, prendió el carro que sonaba como burro viejo con hambre. Pero andaba, y eso era lo importante.
Durante el viaje, Don Yanco no paró de hablar: que si el ron de antes era mejor, que si las mujeres de ahora no saben hacer sancocho, que si los políticos eran más descarados que nunca.
—¿Y tú crees que esta carretera siempre fue así? —preguntaba, sin esperar respuesta—. ¡Cuando yo era joven esto era puro polvo y espanto! A uno lo atacaban los zancudos con machete.
Después de tres horas de cuentos, chistes malos y una parada para comprar bollo limpio con suero, llegaron a la dirección en El Encanto. Era una casa grande, de esas que tienen más sillas en la sala que gente adentro.
El chofer, curioso, preguntó mientras miraba alrededor:
—¿Oiga Don Yanco, y qué otra persona de San Carlos vive por aquí?
Don Yanco lo miró de reojo, se bajó el sombrero y soltó con tono de misterio:
—Averigua, Nene… Solo el que es, es Don Yanco.
El chofer se quedó rascándose la cabeza, como si el viejo le hubiera lanzado un acertijo ancestral. Don Yanco metió la mano en su bolsillo, sacó un rollo de billetes medio sudados, contó con los dedos manchados de tabaco, y le pagó lo justo. Pero antes de que el pelao pudiera guardar la plata, le extendió uno más, doblado en forma de triángulo.
—Y guarda uno de esos, pa’ que te vaya bien y tengas suerte —dijo con una sonrisa torcida, como si le estuviera regalando un secreto del universo.
El chofer se fue pensando si aquel billete tenía poderes mágicos o si simplemente olía a sancocho y leyenda. Porque con Don Yanco, uno nunca sabía si estaba hablando con un viejo loco o con el espíritu mismo de la costa Caribe.






