Por: Jesús Morales Pérez: escritor pivijayero
Cuento 2: Don Yanco también presta.
En pleno corazón del municipio de San Carlos, donde el calor no perdona ni a los raspaos y el viento llega tarde y cansado, se levantaba el único banco del pueblo, custodiado por un ventilador viejo y un vigilante más dormido que despierto. A ese banco, una mañana cualquiera, llegó Don Yanco, montado en su campero Nissan rojo, con el motor tosiendo vallenato y humo como si viniera bajando del infierno en tercera.
Se estacionó frente al banco sin el menor respeto por las señales, subió la acera y medio atropelló una matera, pero a nadie le importó porque, bueno… era Don Yanco. Y Don Yanco hacía lo que le daba la gana.
Entró al banco empujando la puerta como si fuera su casa y saludó a todo el mundo con ese tonito suyo entre burla y mando:
—¡Buenos días, pueblo endeudado!
El vigilante ni lo miró, ya estaba acostumbrado. Don Yanco caminó directo hacia la oficina del gerente, un señor flaco, de gafas gruesas y guayabera sudada, que parecía llevar encima el peso de todos los préstamos impagos del municipio.
—¡Hombre, Don Yanco! —dijo el gerente, sorprendido pero aliviado de verlo—. Justo estaba pensando en usted…
—Mala señal —respondió Don Yanco sentándose sin pedir permiso—. Cuando uno piensa en mí, es que algo se dañó o alguien se metió en líos.
El gerente soltó un suspiro largo, de esos que vienen con estrés y calor acumulado.
—Es mi carro —dijo, rascándose la cabeza—. Lo llevé al taller y me dieron un diagnóstico peor que el del Fondo Monetario Internacional. Caja dañada, batería muerta, y para colmo, parece que alguien le pegó un golpe.
Don Yanco lo miró con una sonrisa torcida, como quien ya se sabe el chisme completo.
—¿Es un Mazda gris, placas HQM 560?
El gerente abrió los ojos como si Don Yanco le hubiera leído la cédula de ciudadanía.
—¡Sí! ¿Cómo sabe?
—Porque el mecánico es primo mío. Ayer pasé por el taller a inflar una llanta y lo escuché renegando del “carro del banquero que parece burro viejo”. Me dijo que estaba esperando que aprobaran el presupuesto. Entonces le dije: “Póngale los repuestos y cárguelo a mi cuenta”.
—¿Cómo así? —balbuceó el gerente—. ¡Don Yanco, eso no puede ser! ¿Y si no le pago?
Don Yanco se paró, se acomodó el sombrero y le dio una palmada en el hombro.
—Tranquilo, hombre… El banco no es el único que presta. Don Yanco también. Pero yo cobro distinto: con favores. Así que vaya pensando en no cobrarme los intereses de la finca este mes. ¿Estamos?
El gerente se rió, nervioso.
—Eso es casi chantaje…
—No, hombre, eso es economía circular… a lo costeño.
Y así, entre risas, favores y una nube de humo del campero Lucifer estacionado como rey en la acera, Don Yanco volvió a demostrar que en San Carlos no solo el banco tiene poder, también el que sabe mover las fichas y tiene un Nissan rojo con más historia que el archivo municipal.






