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Relatos Provincianos / Presentación de los Cuentos de Don Yanco

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Por: Jesús Morales Pérez: escritor pivijayero

“Don Yanco no vende vacas… ¡vende cuentos!”

Bienvenidos a este universo donde el humor, la picardía y las costumbres del Caribe se funden en cada historia. Les presentamos los cuentos de Don Yanco, una serie de relatos cortos que capturan el alma viva de la región, donde cada conversación es un espectáculo, cada comida una ceremonia, y cada trato un juego de astucia.

Don Yanco es un personaje que nace del corazón del campo costeño: un ganadero veterano, zorro viejo de mirada viva, verbo afilado y sabiduría heredada de la tierra y los abuelos. A través de sus vivencias y sus enredos, recorremos pueblos polvorientos, fincas con nombre propio, desayunos de antología y negocios que siempre esconden una jugada maestra.

Aquí no hay prisa, pero sí sabor. La narrativa está empapada de jocosidad, de ese humor criollo que hace reír sin ofender, y que pinta con palabras el color del habla caribeña. Con cada cuento, el lector se encuentra con personajes entrañables como Elías “el Mono” Leal, compradores, vecinos, el Nissan Rojo, Su amada Matilde, el gerente del banco, músicos y hasta vacas con más actitud que Karol G que bailan enchancletas.

Los cuentos de Don Yanco no solo entretienen: preservan una identidad, una forma de ver la vida con astucia, alegría y algo de malicia inocente. Son una invitación a sentarse bajo la sombra de un palo de mango, a escuchar sin apuro, y a reconocer en cada historia un pedazo de nuestra cultura.

Prepárense para reír, recordar y decir al final de cada cuento:

“Ese Don Yanco sí que sabe…”

Cuento 1:  Don Yanco y el Campero del Diablo.

En el barrio El Progreso, del siempre caluroso Municipio de San Carlos, la gente vivía tranquila… hasta que apareció Don Yanco.

Don Yanco no era malo, pero tampoco era muy dado a las sutilezas. Rondaba los 60 años, bigote tipo escoba vieja, sombrero de palma calado hasta las cejas, y una risa que se escuchaba desde dos cuadras antes que llegara. Pero lo que realmente marcó la diferencia fue su adquisición estrella: un campero Nissan rojo, modelo ochenta y algo, que rugía como jaguar con gastritis.

El primer día que lo sacó a dar vueltas por el barrio, los niños estaban jugando fútbol con un balón medio desinflado y las mamás sentadas en las aceras, chismeando y tomando fresco. De repente, se escuchó el rugido del motor bajando por la calle principal como si el mismo infierno viniera en reversa.

—¡Cuidado, ahí viene Lucifer! —gritó doña Marta, la que vende empanadas, soltando la bandeja y corriendo a abrazar a su hijo como si fuera el último frito del mundo.

Las demás mamás no se quedaron atrás. En un segundo, los niños fueron levantados como costales de papas y las aceras quedaron vacías. El campero, mientras tanto, bajaba despacio, rechinando y tosiendo humo, con Don Yanco al volante, saludando con una mano y con la otra bajando el volumen de un vallenato endemoniado que salía de uno de sus bafles más grandes que su dignidad.

Pero lo peor no era el campero, sino lo que le había hecho al pobre vehículo: en la defensa delantera, con letras de calcomanía cromada, brillando bajo el sol, se leía una sola palabra:

LUCIFER

—¿Y eso por qué, Don Yanco? —le preguntó un curioso después de que la conmoción bajó.

—¡Pa’ que respeten! —respondió, masticando tabaco—. Si ven que viene el diablo, se hacen pa’l lado. Y yo no tengo tiempo de estar frenando por cada pelaito que no sabe cruzar la calle.

Desde ese día, Don Yanco se volvió leyenda. El campero Lucifer se convirtió en parte del folclore del barrio. Algunas noches, la gente jura escuchar su motor rugiendo a lo lejos, aunque nadie lo haya visto moverse en días. Y todavía, cuando alguien pregunta por qué los niños ya no juegan fútbol en la calle, las mamás sólo responden:

—Porque uno nunca sabe cuándo vuelve el diablo en Nissan.

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