Por: Abel Rivera García
Es una tarde calurosa del abril en Semana Santa, como todos los días, luego de apurar la taza de café negro que su mujer le prepara todas las tardes con el crepúsculo en cierne, Senén partió a su faena de pesca en la cercana ciénaga de Zura en San Sebastián de Tenerife. Marcha solo llevando su mochila de fique trenzado y los remos sobre sus rectos y musculosos hombros, junto con un alijo de esperanzas e ilusiones por un cambio hacia un destino mejor para su familia, y el recuerdo de los dulces besos de su amada al despedirlo encomendándole a Dios y a las veinte ánimas milagrosas del pueblo, y desearle la mejor de las venturas. Boga cadencioso hacia el caladero, mientras silba una tonada triste que evoca un viejo amor de su distante juventud, y muerde con fuerza el cacho de tabaco negro encendido en su boca.
En una acompasada secuencia lanza al aire su atarraya que cae sobre el agua en casi un círculo perfecto de salpicaduras sonoras como unas agitadas maracas a ritmo de bolero. Con atención mira el descenso de la red plomada hasta que intuye que toco fondo, y lentamente cobra el cuerpo del aparejo y detecta el movimiento de los peces atrapados en el copo de la red, cuyo brillo argénteo delata a los nicuros, bocachicos y blanquillos. Suspira profundo, pleno de entusiasmo y satisfacción, mientras zarandea el copo para derramar su carga de peces saltarines sobre el gramado que crece a orillas del humedal. Una y otra vez, lanza su arte de pesca hasta que en el alba la fatiga entorpece sus brazos; y se vuelve a su hogar, retomando la ruta acuática del caño Viejo. Ya bajo el puente de El Juncal, percibe sobre su rostro una fresca e intermitente brisa que rompe la quietud de una atmosfera de vapores en condensación provenientes de los Montes de María, y que disipa en parte el pegajoso sudor sobre su frente.
Aun cuando con gran esfuerzo rema más fuerte, Senén es alcanzado por la aurora y se encandila por su destellante y colorida luz, reflejada sobre las aguas de la ciénaga. Sin embargo, alcanza a divisar sorprendido, que a su lado una bandada de patos yuyos, se precipita en veloz clavado sobre un cardumen de arencas que infructuosamente huyen despavoridas en una arremolinada formación, dejando tras de sí una luminiscente estela de escamas.
Son las siete de la mañana cuando Senén arriba al puerto de los pescadores del caserío de San Luis; y ve a su lado un buen numero de pescadores que al igual que él, pernoctaron en actividades de pesquerías. Allí les esperan en el seco de la ribera, entre un rodal de palma sará, los compradores minoristas de pescado en un bullicio de voces y gritos ininteligibles. Su balance son diez peces, un cansancio insoportable y unos pesos para el tendero de la esquina. Con su carga de siempre, camina hasta su hogar donde su mujer y sus pequeños hijos le esperan con besos y abrazos calurosos. Se tiende sobre su hamaca, y mientras se duerme como un niño, piensa si en verdad le será posible escapar a su destino.
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