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Mucho ruido y pocas nueces

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José Félix Lafaurie Rivera @jflafaurie

No se echaron a volar campanas, ni salieron multitudes a celebrar, ni se decretó siquiera día cívico. “El último día de la guerra” no me recuerda la instantánea del famoso beso, el 15 de agosto de 1945, en una Nueva York exultante por el fin de la Segunda Guerra Mundial.

No vi nada de eso. ¿Será que nos acostumbramos a la guerra, como dice el presidente, o que ni siquiera hubo tal guerra y no hay alegría por sustracción de materia? Que yo sepa, el gobierno nunca estuvo “en guerra contra las Farc”, sino luchando contra unos bandidos, así por lo menos los llamaba el Presidente antes de su metamorfosis, y  todos los ministros y generales hasta hace unos meses; bandidos con los que se tenía que negociar su reinserción al Estado de Derecho y se terminó negociando el Estado de Derecho.

Colombia quiere la paz, pero todavía no siente que haya motivos para celebrar, ni siquiera con la anunciada y deseable entrega de las armas. Por eso no hubo ruido donde tenía que haberlo. Pero en La Habana sí lo hubo, y mucho. Hicieron ruido ¡Cuba y Venezuela!, países donde la democracia no cabe, pero se atreven a “garantizar” el tránsito de Colombia hacia una “democracia fortalecida, donde todos quepamos”, como prometió Santos en su discurso.

Hicieron ruido los delegados de Estados Unidos y la Unión Europea, que se resisten a borrar a las Farc de sus listados de terroristas y no negocian con ellos, pero no tienen problema en ponerse guayabera y cambiarse de sombrero para estrecharles la mano.

Ruido mundial hicieron Ban Ki-Moon y la ONU, que hará verificación pero no la hará, porque se dejó imponer observadores prestados a la CELAC –países amigos los llama el Presidente–, satélite de la Unasur Bolivariana.

El Presidente organizó todo el ruido, con impecable puesta en escena, aunque prematura y con los riesgos de repetir el chasco de la justicia transicional y el primer apretón de manos. Pero él mismo no hizo mucho ruido; habló bonito como correspondía.

El ruido grande…, y las pocas nueces, estuvieron a cargo de Timochenko, desde la ovación al gran demócrata latinoamericano, Hugo Chávez. Después hubo de todo. Acusó al Estado como único responsable de la violencia y a la Fuerza Pública como “el ejército de ocupación de su propio país en contra de su propio pueblo”. Se robó la iniciativa, porque las Farc “nunca dejaron de hablar de un acuerdo de paz por la vía de las conversaciones”.

Deslegitimó a quienes, desde arriba –el Gobierno–, han impuesto “las políticas que dirigentes elegidos con sufragios dudosos, consideran más convenientes para ellos”. La emprendió contra la Ley de Zidres, el Código de Policía, la Policía misma y la justicia, pues “duele profundamente (…) que el Esmad siga torturando colombianos que salen a protestar (…) y que el aparato judicial continúe ordenando privaciones abusivas de la libertad”.

Anunció su lucha “para que se cumpla integralmente lo pactado” y también el imperio de las comunidades que se organizarán para exigirlo y jugaran “papel determinante en todas las decisiones públicas relacionadas a su futuro”.

En medio del ruido hubo silencios. No habló de sus francotiradores, ni de la plata de las Farc, que mientras hablaba seguía entrando a raudales, pues tampoco habló de extorsión, de minería ilegal o de su actividad narcotraficante. ¿Cuándo se acaban?

Al final, aplauso, apretón de manos y el presidente leyó su bonito discurso, sin responder a ninguna de tan graves ofensas a nuestra patria frente al mundo. Todo por la paz.

 

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